“El
arte sin memoria no existe [...]. Hay que rehacerlo todo para inventar,
rehacerlo en el sentido de que hay que volver a encontrarlo todo en el pasado,
inventar en el sentido de inaugurar, de mirarlo con otros ojos, inocentes.”
Balthus, Memorias
La lectura, históricamente, fue una actividad desarrollada únicamente por y para las élites sociales, mayoritariamente masculinas, relegando al sector más pobre, y también el femenino, a sólo oír los murmullos que venían desde aquellos que se erigían como hombres de poder y, a su vez, de conocimiento. La sabiduría estaba almacenada entre las hojas de manuscritos marcados con tinta, enaltecidos al nivel de terminar accesibles solo para unos cuantos individuos sobresalientes de entre la población. En Chile, ni siquiera con la llegada de la primera imprenta en 1811 se logró masificar. Por esos años aún seguía siendo considerada, producto de la influencia de la religión y muchos de los títulos existentes, como inmoral y se practicaba silenciosamente en rincones privados. No fue hasta 1840 que se crean los primeros clubes de lectura, también, como era común, camuflados entre las paredes de la oscuridad.
En la actualidad, en cambio, la lectura, producto de la universalización y obligación de la educación primaria, es una actividad posible de ser desarrollada por la mayoría de los sujetos que conforman la población mundial. Junto a ello, la existencia de hipermedios como internet, han reforzado el mismo concepto, entregando al individuo la opción de escoger entre distintos textos que alrededor del siglo XII eran totalmente imposibles conseguir. La lectura ha dejado entonces de ser una “habilidad” de las élites, al punto de ser impensado encontrar a alguien que, a día de hoy entre países desarrollados, o al menos en esperanzas de desarrollo, no posea ni emplee tal capacidad. Pero aquella capacidad se ganó después de siglos de lucha. Años en los que el poder y el saber fueron cosa de pocos.
La lectura, en principio, se erige como una experiencia liberadora ya que derrumba las barreras impuestas por siglos al conocimiento. El que lee es un rebelde, un sujeto que ha decidido tomar las ideas de otros muchos que, librando la censura, las amenazas y el tiempo, consiguió compartir algo de sí con el mundo. Los libros son peligrosos. Nos hacen recuperar las ideas que algunos dieron por perdidas o fueron obligados a perder. Otros que con su lucidez lograron verter en páginas sus pensamientos, que invocan los lectores cada vez que se les retoma. Son peligrosos porque reúnen, en recónditos subterfugios o a plena luz del día, a todos aquellos que leyendo, se han identificado con algo mayor, superior, más elevado, algo a lo cual todos tributan. Por ello no es raro que los intelectuales en la historia hayan tenido un rol activo en las revoluciones, ya sea desde el plano más reflexivo hasta la acción misma en las calles, junto al pueblo y el lector.
Sumado a lo anterior, la lectura resulta principalmente interesante para idear la sociedad que queremos o que no queremos tener. El autor reinventa el lugar donde vivimos y lo construye integrando elementos que permitan proyectar las consecuencias de algo que aún no es, pero es probable que sea. El sujeto que lee entonces se haya frente a la posibilidad de realidad que, mientras más cercana, invitará al lector a la acción. De ahí que autores como Orwell o Bradbury sean tan valorados actualmente producto de las predicciones que hicieron en sus libros sobre los acontecimientos que han sucedido, suceden y pueden suceder con nuestra historia.
Pero a su vez está la lectura de ensueño, aquella que plantea mundos de fantasía en donde sus personajes viven historias en lugares de los que aún no se sabe. Tales relatos mezclan lo real con la imaginación de un autor que, presa de sus “delirios”, ha puesto en manos de otros el acto más noble y que solo algunos ostentan: la creación. Pues, tal como decía Bruner, crear es un acto que sorprende al sujeto, reconociéndolo como algo que jamás se había podido crear antes. Tal originalidad no es una tarea exclusiva del escritor, pero sólo puede ser descubierta por el lector. Este último en el acto de leer, es capaz de evaluar el mensaje, tanto en su forma como en su fondo, para determinar cuánto de diferente, de novedoso, hay en la transmisión del mismo. Y es eso también rebeldía. Decir algo cuando creemos que todo ha sido dicho. En ese punto al lector le aparecen dos opciones, como las píldoras roja y azul en Matrix. Hay lecturas que son como la azul, pues después de leer sólo te dejan el goce de la tranquilidad, de lo apacible que resulta seguir viviendo en la misma realidad, pues cuando terminas la lectura puedes mirar a los lados y darte cuenta que todo sigue igual. Pero hay lecturas que son la roja y luego de terminarlas, mirar a los costados, no puedes volver a entender la realidad del mismo modo, obligándote a pasar de la reflexión a la acción, ya sea como profeta de la palabra o como creador de palabras nuevas.
Por ello lo preocupante de la situación actual con cada vez menos lectores. Bradbury decía que el hecho de que la gente cada vez leyera menos era un equivalente a la quema de libros en Fahrenheit 451. En ello han contribuido los impuestos aplicados al libro, la poca inversión en cultura, la obligatoriedad al leer en las escuelas y el bajo costo que implica tener un televisor. Pero ello no hace sino más revolucionario aún el acto de leer, pues hacerlo en tales condiciones no viene sino a ser un enfrentamiento directo contra la ignorancia.
La lectura es entonces un acto de rebeldía,
ya sea contra las barreras aplicadas por siglos al conocimiento o contra la
posibilidad de actuar y crear cuando pensamos que ya no se puede crear nada
más. Es labor de nosotros, los lectores, no ser guardianes del conocimiento
albergado por siglos entre los párrafos de un libro, sino de ir más allá, sacar
las ideas a la calle, las lecturas a la calle y flamearlas como bandera de
lucha contra todo aquel que no escucha, contra todo aquel que no lee.
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