Nosferatu

 

“He reflexionado durante mucho tiempo sobre el principio y el fin de la gran mortandad en mi ciudad natal, Wisborg. AquĆ­ estĆ” su historia.”

Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922


Eran las seis de la maƱana y le tocaba a Juan comenzar el turno ese dĆ­a. La neblina cegaba sus ojos ya empaƱados por el vapor que emanaba su respiraciĆ³n asfixiada en la mascarilla. El frĆ­o cruel le entumecĆ­a el huesudo semblante. Las ojeras parecĆ­an profundas y oscuras, remarcadas con cafeĆ­na y horas de televisiĆ³n nocturna. Sus varios metros de estatura desentonaban entre el comĆŗn de personas, pero se veĆ­a un poco mĆ”s bajo debido a ese mal de andar siempre encorvado. La tez de su piel era la de alguien asiduo a las vacaciones dentro de casa, un blanquecino recuadro que, junto al traje negro y el resto de caracterĆ­sticas mencionadas, diseƱaban en Ć©l una copia casi exacta de una pintura de Ken Currie. Tal aspecto, sumado a que desempeƱaba labores en un crematorio, le habĆ­a hecho una fama entre sus compaƱeros de trabajo. Lo llamaban Nosferatu, en honor al personaje cinematogrĆ”fico de mil novecientos veintidĆ³s. Tanto escuchar ese nombre, un dĆ­a se decidiĆ³ por ver la pelĆ­cula. Luego de verla, no conforme con su comprensiĆ³n sobre la cinta, volviĆ³ a reproducirla. Y asĆ­ estuvo, hasta que escuchĆ³ la alarma de su despertador que marcaba el comienzo de otro dĆ­a. AcabĆ³ de disfrutarla por dĆ©cimo segunda vez y resolviĆ³ que el personaje jamĆ”s fue el villano, como lo pintaban siempre, sino un sujeto que sacrificĆ³ su inmortalidad, su cualidad divina, por amor. 

Antes de llegar al crematorio, divisĆ³ con interrogaciĆ³n a un grupo de personas, seis o cinco, que se agolpaban a las afueras del enrejado. Nunca recibĆ­a visitas, no era el lugar para recibirlas, pensĆ³ y siguiĆ³ caminando, respetando el tempo que llevaba hasta antes de su conclusiĆ³n. Al llegar, las personas se giraron y abrieron paso a su largo brazo que se extendĆ­a a la distancia para abrir el candado. Los individuos lo miraban inmĆ³viles, incluso sus conversaciones se suspendieron en el aire, y sus alientos, como si de un momento a otro se volvieran presas a punto de ser descubiertas por el cazador. Juan terminaba de girar la llave cuando fijĆ³ por casualidad sus ojos en un bulto que permanecĆ­a silencioso dentro, a un costado de la puerta, bajo la ventana. Cuando al fin pudo entrar, encendiĆ³ las luces, levantĆ³ la bolsa y la ordenĆ³ sobre un largo mesĆ³n metĆ”lico. SegĆŗn el procedimiento debĆ­a cerciorarse primero que la razĆ³n de defunciĆ³n estuviera clarificada en la ficha del cuerpo. Tiempo atrĆ”s habĆ­a llegado un cadĆ”ver y Juan, en su inexperiencia y exceso de confianza, no cuestionĆ³ que en la papeleta no figurara reseƱa alguna sobre su abatimiento. DĆ­as despuĆ©s, descubriĆ³ con horror que el cuerpo aĆŗn mantenĆ­a un proceso judicial pendiente y por error habĆ­a terminado en el crematorio y no en la morgue. De buena memoria, sabĆ­a que ya no le volverĆ­a a pasar. Por eso, cuando revisĆ³ el registro que traĆ­a el cuerpo de esa maƱana, un frĆ­o mĆ”s terrible que el de aquella jornada invernal lo dejĆ³ perplejo frente al escenario mortuorio. El nombre que se repetĆ­a en periĆ³dicos, televisores y pĆ”ginas internacionales, muy popular por esos dĆ­as, aparecĆ­a escrito con tinta azul sobre el envoltorio.

Siguiendo el consejo de las autoridades, buscĆ³ con celeridad sus guantes, el jabĆ³n, el alcohol, el cloro y una nueva mascarilla. Cuando reuniĆ³ todo frente a sĆ­, tuvo el lapsus de no saber quĆ© hacer primero. Luego se decidiĆ³ por lavarse las manos. PasĆ³ casi diez minutos refregando el detergente contra su piel y, al ver que la densidad de la misma habĆ­a bajado lo suficiente, echĆ³ a correr el agua del grifo. ProsiguiĆ³ poniĆ©ndose los guantes. TerminĆ³ con la mascarilla. Dispuesto el traje, Juan comenzĆ³ con su trabajo.

PartiĆ³ encendiendo el horno para que alcanzara los ochocientos cincuenta grados necesarios para la combustiĆ³n de la carne. AbriĆ³ la bolsa. El olor hace aƱos habĆ­a dejado de importarle, tan sĆ³lo, haciendo uso de su memoria olfativa, rememoraba alguno de los platos que preparaba su madre cuando era sĆ³lo un niƱo. El estofado de res y coliflor. Las albĆ³ndigas de carne molida en salsa de tomate. Se habĆ­a vuelto un momento grato, dentro de todo lo terrible que podĆ­a ser para alguien que no conociera su labor. DespuĆ©s de retirar el cuerpo completo de su saco, comenzĆ³ a desprenderlo de los objetos metĆ”licos que poseĆ­a. Hasta ahora, todo avanzaba con la normalidad habitual.

Desde niƱo guardaba la costumbre de jamĆ”s mirar el rostro de un muerto. HabĆ­a escuchado decir a la abuela que, segĆŗn el relato campesino, mirarlos a la cara y encontrarse con sus ojos abiertos, significaba que estĆ” intentando llevar a alguien a la otra vida. De ahĆ­ que no lo hiciera en los muchos funerales a los que le habĆ­a tocado asistir y evitara de sobremanera hacerlo en su trabajo. Pero al descuidar el trapo hĆŗmedo con el que habĆ­a desinfectado los mesones, este callĆ³ al piso y se quedĆ³ ahĆ­, en silencio, asechando a la presa, esperando el descuido. Eso hasta que un paso confiado del cremador lo devolviĆ³ a la vida. Desequilibrado por la errada pisada, sostuvo su mano en el brazo del exĆ”nime. Juan cayĆ³ al piso y sobre Ć©l el cuerpo sin vida. Por menos de un minuto estuvieron mirĆ”ndose fijos, atentos a lo que el otro decidĆ­a hacer. AsĆ­ hasta que los brazos del cremador recobraron las fuerzas y se quitaron al mortecino fiambre de encima. Juan corriĆ³ otra vez al lavabo para quitarse cualquier rastro de infecciĆ³n que hubiera caĆ­do en su piel. Y asĆ­ lo hizo, hasta que al levantar la cabeza y enfrentar a su reflejo en el espejo, logrĆ³ advertir un corte vertical en la mascarilla. La gota de sudor que habĆ­a comenzado a correr cuando estuvo en el piso, habĆ­a iniciado nuevamente su curso. Lo abordĆ³ un temblor en las manos que detuvo cuando quitĆ³ de golpe la mĆ”scara herida y la reemplazĆ³ por una nueva. No fue tiempo suficiente para que entrara algo, pensĆ³ y, luego de tanto repetirlo en voz alta, terminĆ³ por convencerse.

VolviĆ³ a sus tareas, avanzando la revisiĆ³n del cuerpo para retirar los accesorios. Y la hubiera terminado, si no fuera por un desconcertante descubrimiento. Cerca del hombro, sobre los bĆ­ceps, el sujeto mantenĆ­a aĆŗn legible un tatuaje con una inscripciĆ³n numĆ©rica. Y aquel dato pasarĆ­a como uno mĆ”s de los que Juan ha visto durante los aƱos de trabajo en el horno, si no fuera porque la numeraciĆ³n dispuesta en ese brazo es tambiĆ©n su fecha de nacimiento. Se dirigiĆ³ presuroso a la ficha del cuerpo y, para buena suerte de sus indicios, su hipĆ³tesis era correcta. La fecha que figuraba en el cuerpo, tambiĆ©n era la fecha en que aquel sujeto llegĆ³ al mundo. Curioso, al menos, el hecho de ver muerto a alguien nacido el mismo dĆ­a que yo, se dijo mientras pensaba que tal vez pudo estar su madre pariendo en la habitaciĆ³n contigua, mal que mal en esos aƱos solamente habĆ­a un hospital que realizara tales labores. Se sintiĆ³ absurdamente conmovido, llegando a mirar el cuerpo extraƱo como a un sujeto cercano, querido.

SiguiĆ³ trabajando, pero esta vez intentĆ³ no poner atenciĆ³n a los detalles que se asomaban en la piel del fenecido, muy a pesar de la dificultad que significaba esa tarea, pues aparecĆ­a una seƱal tras otra, cada cual mĆ”s extraƱa que la anterior. Una cicatriz idĆ©ntica a la que Juan lucia en la cabeza desde que tenĆ­a ocho aƱos, cuando su mano perdiĆ³ la seguridad del respaldo de la banca en el estadio donde estaba sentado y cayĆ³ al suelo desde el quinto tablĆ³n. El lentigo solar que mantenĆ­a en el lado izquierdo del cuello, con una forma que sĆ³lo en sĆ­ mismo habĆ­a encontrado. Las marcas que el calzado apretado le provocaba en los pies. La quemadura en el codo. Los dientes amarillos y los colmillos asomados. Todo permanecĆ­a en su lugar exacto. Aun asĆ­, Juan insistĆ­a en resistirse a la sombrĆ­a idea. Y fue asĆ­ hasta que, restĆ”ndole sĆ³lo la cara para terminar el examen preparatorio, encontrĆ³ los ojos abiertos del cadĆ”ver. Se volvieron a mirar y en el reflejo del iris advirtiĆ³ que la mascarilla ya no la llevaba y que manipulaba el cuerpo sin guantes. Aquello, lejos de parecerle anormal, resolviĆ³ que serĆ­a producto de la mala noche que pasĆ³. Hace dĆ­as que una pesadilla le entorpecĆ­a el sueƱo y hacĆ­a que aĆŗn mĆ”s se remarcaran aquellas oscuras ojeras. Se imaginaba muerto, acabado por quizĆ” quĆ© razĆ³n. Se veĆ­a en el sueƱo rondando el aspecto que figuraba su cadĆ”ver blanco y frĆ­o. DespuĆ©s despertaba, ponĆ­a la televisiĆ³n, un cafĆ© con refresco de cola y pasaba en vela hasta el otro dĆ­a.

De la frente le empezaron a colgar rĆ­os de sudor caliente y las manos le temblaban como al comienzo. SabĆ­a, por lo que habĆ­a oĆ­do en televisiĆ³n, que la enfermedad aĆŗn no tenĆ­a cura, que su esperanza de vida se habĆ­a reducido al mĆ­nimo. Que no podrĆ­a salir de allĆ­. Y entonces, mientras la temperatura en la sala comenzaba tambiĆ©n a subir, Juan concluyĆ³ que el sueƱo, aquel que nombraba como pesadilla, no hizo otra cosa que vaticinarle la escena. El cuerpo que habĆ­a llegado ese dĆ­a fue la sentencia, las personas en la entrada su despedida. Era hora. Por fin, despuĆ©s de tanto tiempo siendo el celador sin guadaƱa, que dirigĆ­a las almas al averno ardiente, al fin llegaba su hora. Pero quizĆ” habĆ­a algo por hacer, pensĆ³ y con una sensaciĆ³n semejante a la que pudo tener el conde al llegar a Wisborg, con ansias de conquista, importante, poderoso, tomĆ³ en sus manos el bienestar universal. Si la muerte habĆ­a dispuesto todo para llevĆ”rselo al otro lado, al menos tendrĆ­a la opciĆ³n de elegir como partir.  

Movido por un fin mayor, decidido a que la enfermedad no saldrĆ­a de ahĆ­ con vida, mirĆ³ fijamente el agujero infernal que comĆŗnmente llamarĆ­a horno, pero que hoy es la salida, su puerta al estrellato. SerĆ” un hĆ©roe, un antihĆ©roe, como el Nosferatu de sus interpretaciones. Abrazado al cadĆ”ver premonitorio, resolviĆ³ que esta era una fantĆ”stica forma de sellar su destino. Entonces comenzĆ³ a entrar al horno, que ya superaba los mil grados Celsius, suficientes para fulminar la totalidad de ambas estructuras anatĆ³micas. Y asĆ­ fue. Lo Ćŗltimo que vendrĆ­a a su cabeza serĆ­a la escena, clĆ”sica para la mayorĆ­a, abreviada por la situaciĆ³n, del vampiro desvaneciĆ©ndose con la entrada de la luz solar. Y mientras los rayos del astro caĆ­an sobre la figura del vampiro, este divisaba atento el cuerpo de la dama que permanecĆ­a tendida entre las sĆ”banas blancas, suaves, con olor a sangre tibia derramada.

Ese mismo dĆ­a, por la noche, un televisor encendido transmitĆ­a la noticia: “…durante horas de la tarde se produjo un incendio, de considerables proporciones, en el tradicional crematorio de la ciudad. El siniestro se habrĆ­a generado producto de la negligencia del empleado, quien, al parecer, no pudo evitar quedarse dormido mientras trabajaba…En otras informaciones, el virus que devasta el mundo finalmente llega a nuestro paĆ­s. AĆŗn no se contabilizan muertos a causa de esta pandemia…”




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